19 de abril de 2009

La insoportable levedad del tener


Aunque imaginar suele ser ejercicio sano y muy recomendable, volar sobre alfombras mágicas ha sido y siempre será digno de cuento.
Nuestro estilo de vida ha llegado a ser muy superior a las metas que nos habíamos marcado. Quien más quien menos, ha surcado los aires hasta lejanísimos destinos, posee una o más viviendas a tenor de la estación del año, un buen parque automovilístico que hable sobradamente de nuestras posibilidades y un crédito hipotecario condimentado regularmente.
Y así, después de acumular prosperidad durante décadas, ha llegado la hora de la reflexión, de apearnos de nuestra vida en las nubes para poner pies en tierra firme.
De la generación que nos precede echo en falta el esfuerzo discreto, el sacrificio del individuo en pos del colectivo y el amor por los pequeños logros. Pongámonos pues manos a la obra y traspasemos los frágiles activos del tener a la más consistente columna del ser para equilibrar nuestro balance. Solo así conseguiremos un futuro más prometedor para las generaciones venideras.


(Artículo publicado en K-News Abril'09)

La muchacha del 36


Enero del 68. La noche era muy desapacible. La niebla caía sobre la ciudad envolviéndola toda de frío y humedad. Llevaba un rato esperando el autobús para que me llevara de vuelta a casa. Ocupaba el tiempo observando el devenir de camiones en los sucios tinglados del puerto. De entre la bruma, aparecieron de repente los amarillentos faros del 36, un viejo Seida que desde Colón se acercaba boquiabierto y malhumorado a la parada de Antonio López. Con un bronquítico bufido quedó frente a mí mientras las puertas traseras se abrieron con un chasquido metálico. Subí de un salto los escalones y con un rápido buenas noches pagué al cobrador con las dos últimas pesetas que me quedaban. En su interior solo había una mujer sentada en la parte delantera. Ocupé un asiento cercano a ella en el mismo momento que el vehículo arrancó en un movimiento convulso. Hacía mucho frío y mi aliento despertó un gélido vaho en el cristal de la ventana. No había nadie en la siguiente parada con lo que el conductor decidió acelerar hacia López Varela dejando atrás un rastro de sucia polución. La mujer a la que me refiero resultó ser una muchacha joven, de cabello oscuro y mirada asustada que destacaba sobre todo por la transparencia de su piel, diríase que de un frágil material que estuviera a punto de quebrarse. Reparé que entre los dedos de sus manos pendían las cuentas de un hermoso rosario que apretaba con fuerza inusitada. El automóvil seguía su camino a toda velocidad. La temperatura dentro de aquel viejo autobús iba claramente en descenso y no llevaba suficiente ropa encima para aliviar mi destemplanza. A esas horas no había nadie en aquella parte de la ciudad y continuamos avanzando hacía Bogatell, no sin antes cruzar el paso a nivel de infausto recuerdo. Hacía un par de meses un tranvía había quedado hecho un amasijo de hierros en aquel mismo lugar ante la embestida de un tren de mercancías. De mi boca aparecía un humo espeso cada vez que expiraba el aire de mis pulmones. Con un ligero movimiento de cabeza insinué preguntarle que le estaba sucediendo pero, inconcebiblemente, ella no me respondió, solo me miraba con unos ojos aterrados mientras seguía apretando entre sus manos las cuentas del rosario. Empezaba a tener un poco de miedo ante lo que estaba sucediendo. Cuando ya habíamos pasado de largo la parada de Bogatell y nos dirigíamos hacia el cementerio del Pueblo Nuevo, pasó algo que me dejó perplejo. La muchacha cambió su semblante, sus manos inquietas dejaron de mover nerviosamente el relicario y una sensación de frialdad ensombreció su rostro. Poco a poco alcanzó a levantarse en un movimiento sereno y pausado. Mi corazón bombeaba sangre muy deprisa y sin embargo, seguía petrificado. Cuando el autobús giró hacia su izquierda y justo antes de embocar hacia Taulat, nuestra pasajera desapareció súbitamente ante mis incrédulos ojos. Me puse en pié de un salto y miré hacia la parte trasera del autobús. Una sombra entre la bruma se dirigía hacia el muro del cementerio. Ella giró lentamente la cabeza y mientras me decía adiós con un leve movimiento de mano, su figura desapareció como por encanto. Ante mi evidente angustia, ni el conductor ni el cobrador confesaron jamás haber visto mujer alguna dentro de aquel vehículo. Nunca volví a verla. Sin embargo, desde aquel día sigo encontrándome a personas que desaparecen de repente a la altura del viejo cementerio. Si os fijáis detenidamente, el asiento que está en la parte delantera del 36 siempre está vacío.
(Este relato participa en la 3ª edición del concurso de relatos cortos de TMB)