24 de junio de 2010

Autobiografía autodefinida


Capítulo I

Siete letras: f. Falta, escasez

En el barrio donde nací casi no entraba el oxígeno. Sus calles eran angostas, adoquinadas y laberínticas, de un color indefinido que yo llegué a bautizar en algún momento inspirado como “gris miseria”. A modo de regios gallardetes, pendían de sus balcones chorreantes ajuares que daban tímidas pinceladas de color al poco cielo que se podía observar y humedad crónica a un suelo de lo más irregular.
Llegó a ser centro neurálgico de la ciudad allá por los siglos XIII al XV. Desde tiempos inmemoriales, fue lugar de acogida a gentes venidas de todos los puntos cardinales y de variados estratos sociales. Los grandes mercaderes habitaban en sus hermosos palacios a cuatro pasos de conventos dominicos y mancebías de baja estofa, motor éste durante años de la economía del lugar. Actualmente, alguno de estos edificios aún se mantienen firmemente en pie para júbilo de turistas e historiadores.
Pasados los siglos, toda noble actividad y negocio prostibulario dieron entrada a la fiereza de los nuevos tiempos con sus revoluciones industriales y tras ello, sus crecimientos demográficos espectaculares.
Y después de guerras y posguerras nací yo, entre voces y estrecheces, José Luis de nombre formal aunque Pepito para los íntimos. Mal haría yo diciendo que llegué al lugar equivocado pues reconozco que no lo cambiaría por nada del mundo pero quizá el momento no fue el adecuado. Si he de ser sincero, algo de espacio faltaba en casa. Para hacer un cálculo rápido resumiré brevemente. En un piso de sesenta metros cuadrados habitábamos:
Remedios, una madre pionera en el trabajo por cuenta ajena y Toño, un padre guapo y apuesto (como decía su madre) pero humilde mecánico de profesión, dos grandes expertos en paternidad pues sumaban cuatro retoños tras mi llegada.
Mi abuela Leonor, ama de casa sacrificada en pos de una familia creciente con su correspondiente marido, es decir, mi abuelo Paco, abnegado jornalero de la industria metalúrgica con el sol recién nacido y cantaor flamenco aficionado en el bar de la esquina al caer la noche, largas éstas si los chatos se le antojaban breves.
Un tío Manolo como en casi todas las familias. Un tío gracioso y juguetón que aportaba en casa grandes dosis de buen humor pero poco o nada que llevarse a la boca. Eran destacables sus historias de la mili que nos desternillaban de risa.
Bernarda, una tía abuela que nadie se atrevía a catalogar con seguridad en que punto del árbol genealógico se encontraba con exactitud pero a la que guardábamos un inquebrantable respeto a causa de un espantoso ojo de cristal que nos mantenía a todos en alerta máxima.
Para finalizar pero no menos importante, una fauna variada que, aunque no personas, formaban parte del núcleo más querido: “Chucho”, un perro muy dormilón pero nada guardián y “Salvadorín”, un colorido guacamayo parlanchín venido de contrabando desde el otro lado del charco y al que gracias a su irrefrenable y grosera verborrea nos creó más de un problema con el párroco de la iglesia que por debajo de casa a diario solía pasar.
A las gallinas del balcón no las tendremos muy en cuenta ya que iban entrando y saliendo dependiendo de las visitas que recibíamos del pueblo, de los aniversarios familiares o del apetito dominical con que se levantaba el abuelo. Para no encariñarnos con ellas, en algún momento dejamos de ponerles nombres propios.
Con semejante multitud no hacía falta disponer en casa de más distracción pero, por si el espectáculo se nos antojaba escaso, disponíamos de una preciosa radio de válvulas de la marca Grundig que estaba todo el día encendida y por donde iban desfilando personajes hertzianos como la Sra. Francis o Simplemente María o una nostálgica España para unos españoles que habían tenido que marchar lejos para poder sobrevivir.
En nuestro hogar también escaseaba el dinero ya que los gastos iban creciendo exponencialmente por lo que hubieron de hacer auténticos equilibrios financieros para alimentar a los pequeños y a tía Bernarda primero y si algo sobraba, al resto de la tropa. Y así, entre brazos y patas fui creciendo hasta ser capaz de dividir superficie habitable entre personas y animales para comprender que mi futuro se encontraba en entredicho.

(Este relato ha sido publicado en la revista "La Murada" Ed.'10) http://www.lamurada.com/?p=496